Nos hemos acostumbrado a percibir la libertad como un derecho, y así es, pero de siempre la libertad es un derecho que generalmente se conquista, y cuya pervivencia lleva pareja un combate. Cuanto menos la capacidad de poder comparar, discriminar y pensar. Si además tenemos la capacidad de decisión, es que somos afortunados.

Muy posiblemente gran parte de nuestro carácter se forjó durante más de setecientos años de combate, tras la invasión musulmana. No es necesario hablar de reyes, grandes batallas, acuerdos, concilios…se requiere hablar como siempre de gente, de mujeres y hombres como nosotros. Posiblemente los primeros ciudadanos libres de occidente fueron los repobladores hispanos del valle del Duero durante esas centurias, que, jugándoselo todo, trasladaban a sus familias, enseres y animales y acometían la diaria epopeya de colonizar una tierra de marca, unos parajes de frontera. Se araba la tierra con las armas a un lado, porque más tarde o temprano, la muerte y la esclavitud con turbante asolaban lo trabajado estación tras estación. Pero cada día eran más, caían y se levantaban, volvían a construir la hacienda, a roturar el campo y a forjar un futuro, un futuro que se ganaban día tras día, con voluntad, entereza, arrojo y la espada siempre cerca. No había nada ganado, no existía, siquiera imaginaban que algo estaba seguro porque sí.

En esto que denominamos progreso, el último paradigma de la modernidad se centra en la sustitución de la fe por la razón. Inicialmente se intentó una lógica armonización, pero el oscuro objetivo fue siempre totalmente excluyente. En ese camino los hombres abandonamos la búsqueda de la trascendencia y levantamos al hombre como unidad de medida de todo. Confiando ilusoriamente en el absoluto poder del racionalismo, confundimos herramienta con objetivo y continúan defraudándose todas las vanas expectativas, fracasando estrepitosamente en todos los tipos de ordenamiento de la convivencia entre los seres.

En esta atolondrada carrera, que estoy abreviando aún más alocadamente, descubrimos a un hombre finalmente tan alejado de la fe, como de la razón. Impera el escepticismo del individuo moderno, que ni cree, ni razona, absolutamente dominado por el imperio del deseo revestido de corriente de opinión.

No podía acontecer de otra manera. La ignorancia sobre nuestro origen, sobre la razón de la existencia o la finalidad de la vida se convierten en una losa asfixiante, que solo podemos evitar no pensando, no adquiriendo esa molesta conciencia. En nombre de la libertad, del respeto y de la tolerancia a la diferencia de las minorías, debido a la deformación a la que la ideología somete a la realidad, se elimina la verdadera libertad, atropellándose la tolerancia y arruinando el respeto a las diferencias de la mayoría. Por eso nos enfrentamos al patético espectáculo en el que el capricho, el deseo y el sectarismo se imponen sobre la realidad de los hechos.

Por eso ahora nos dominan con las imágenes, nos manipulan con el sentimiento y las emociones. No tenemos capacidad para la interpretación de un programa, para enarbolar una estrategia, pero nos rendimos con facilidad ante emotivas imágenes que nos condicionan y, finalmente, nos dominan.

Parece ser que la democracia, tal y como la entendemos a partir del siglo XX es un buen sistema de representación. En su día lo fue de la gente, de las personas, pero fuimos sustituidos por los partidos políticos. Ahora, cada día se comenta más, que el sistema pudiera estar terriblemente adulterado, cuando unos gigantescos medios de comunicación controlan mediante esas imágenes, el sentir de la gente. Nuestra libertad, sin darnos cuenta, nos fue arrebatada por unos partidos que han defraudado todas nuestras expectativas, pero ahora estamos en manos de unos grandes consorcios, a los que nadie ha votado, y que nos dicen que tenemos que pensar, comprar, comer o soñar.

Inmunidad de grupo, inmunidad de rebaño nos venden día tras día y eso nos tranquiliza y satisface, sin percatarnos, que a lo mejor no sabemos si tenemos esa inmunidad, pero sí que nos hemos transformado en un dócil rebaño.  El rebaño necesita pastores y los pastores necesitan el miedo. La metodología es siempre la misma, imponer sobre el conjunto de la población el miedo: a perder el trabajo, a perder la salud, el bienestar material, a la incertidumbre económica; miedo a la inseguridad jurídica. Miedo a ser señalado.

Yo tengo miedo, sobre todo porque en el régimen del terror francés, o en la máquina de triturar soviética, los gerifaltes siempre se han denominado a sí mismos “comité de salud pública”. Tengo miedo, pero no pienso callarme.

 

Luis Nantón Díaz