Una de las experiencias que más alimentan el alma, y el entendimiento, es viajar. Conocer algo de otras tierras, costumbres y culturas, nos ayuda a tener una visión del mundo más abierta y desinteresadamente integradora. Gracias a mi hijo, y a su pareja, acabo de regresar de un primer viaje por el lejano Japón.  El agradecimiento se sustenta en su decisión, hace un año, de trasladar su residencia a tan distantes latitudes, con el afán de ampliar miras, aprender el idioma e implementar experiencias de todo tipo. Ya puestos a agradecer, que es uno de los verbos que más me agrada conjugar, no puedo desdeñar el papel fundamental de la mujer que hizo posible el viaje, con su ánimo, empuje e ilusión. Siempre gracias a las personas que suman, siempre toda la consideración a los que ayudan a que la vida sea más sencilla y positivamente transformadora.

Japón es una nación sencillamente impresionante. Su esmerada educación, su sentido de lo social te permite darte cuenta inmediatamente de lo que podría mejorar nuestra vida diaria, si aplicáramos un mínimo sentido de la cortesía. En definitiva, de mirar todo desde una perspectiva de conjunto, que siempre nos mejora la calidad de vida, independientemente de las circunstancias. He tenido la inmensa fortuna de conocer diferentes culturas y naciones, pero Japón me ha sorprendido gratamente, de una forma extraordinaria. Y de igual manera que destaco sus virtudes más aparentes, rápidamente alcanzo la conclusión de que la rueda uniformadora de la modernidad, también está arrasando esas  diferenciadoras virtudes.

Solo he podido percibir una breve, pero intensa esencia del país del sol naciente. Poco he podido conocer y sobre todo vivificar, pero si tuviera que elegir, me quedo con la esencia de Kyoto, frente a la suntuosa modernidad de Tokyo, la capital. Kyoto inmediatamente sorprende al visitante por la sublime belleza que irradian sus palacios y templos. Disfruté de varios momentos de introspección, uno de ellos fue en el Jardín de Piedras del Templo Ryoanji. Pese al apabullante deambular de cientos de turistas, ansiosos de multiplicar sus fotos frenéticamente, fue posible un instante de introspección, un discreto viaje a lo más sereno del alma. Este pequeño rectángulo de 25 metros de largo y 10 de ancho, que contiene en su interior 15 piedras de distintos tamaños sobre una base de granito blanco, es considerada como una de las obras maestras de la tradición Zen.

Su sencillez y simbolismo invitan inexorablemente al observador a sumergirse en un estado de sincera reflexión y profunda sensibilidad hacia lo sagrado.

Son muchos e impresionantes los parajes visitados. Nunca podre olvidar la magnificencia del Palacio de Odawara, la naturalidad del santuario Itsukushima o la explosiva quietud del templo Today-ji en Nara. Pero debo retornar, por su serena elegancia, al Templo Rokuonji (Kinkaku o Templo Dorado), cubierto por hojas de oro sobre laca japonesa, combinando estilos arquitectónicos propios de un palacio, una residencia samurái y un oratorio Zen. Completamente rodeado por exquisitos jardines y un magnífico lago repleto por islas de pequeños árboles, el Templo Rokuonji se erige como una cumbre dorada entre un mar de exultante verdor, de vida en su máxima expresión.

Fue en el Jardín de Piedras, fue en este jardín seco volcado a la meditación, donde me vino a la memoria el texto de Yukio Mishima “Hagakure no nyumon” que ha sido editado en España, en su momento, como “La ética del samurái en el Japón moderno”. En 1968, ya próximo a su apoteósico final, Mishima decide escribir sobre “Hagakure”, el clásico de la literatura samurái, escrito en el siglo XVIII por Yamamoto Tsunetomo (1659-1719) tras dejar las armas y convertirse en monje budista con el nombre religioso de  Jocho. Son sentidas líneas de protesta contra la sociedad japonesa que olvidaba sus valores tradicionales y es un interesantísimo compendio de reflexiones para guiar la conducta adecuada para un samurái. Ha pasado medio siglo, y disfrutando de la esencia que se respira en estos jardines centenarios, pudiera ser que efectivamente nos encontremos en una hermosa y definitiva expiración.

El Japón moderno, aparentemente es un mundo de crecientes contrastes. De igual manera que su pragmatismo impulsó la generalizada fusión del sintoísmo con el budismo, generando una novedosa y practica espiritualidad, en la actualidad convive el frikismo más dependiente, con simbólicas tradiciones que se pierden en los tiempos.

Si paseas por la calle Takeshita, nadaras en una ingente corriente de adolescentes con estrafalarias vestimentas y poses, en una aparente búsqueda del carácter en base al fácil cuidado de lo exterior. Posiblemente ya desconocen el sentido de milenarias costumbres, correspondientes a intensas búsquedas de los ancestros. Hermosa la figura del Otachimachi, donde dos adolescentes, como los de la calle Takeshita,  permanecen sobre el césped cubierto de rocío, sosteniendo en las manos “…una gran vasija de madera de ciprés, con agua, para recoger en ella la luz de la luna”. Al parecer se trataba de un ritual, rebosante de poesía, cargado de simbolismo. Contemplar la imagen de la luna en lugar de la luna misma pretende representar la unidad entre el mundo profano y el espiritual.

Pero el partido lo está ganado, y de forma contundente, una nueva generación de frikis, que en Japón se denominan otakus. Ya hablamos de individuos normalizados, de consumidores plenamente adaptados. Todo lo esencial de nuestra época postmoderna viene a condensarse en el arquetipo del friki. Nos encontramos en la batalla de la pérdida de unos valores,  que nos ofrecían un sentido a la vida, con una alternativa que sencillamente es la ausencia del sentido. Ridiculizados y vaciados de significado todos los referentes, la posmodernidad puede definirse como la época del eclipse total del sentido, y esto, a mi modesto entender, queda bien reflejado en las frenéticas calles de Tokyo. Ahora bien, la mayoría de los individuos no soportamos cómodamente la ausencia de sentido. El hombre requiere imperativamente un territorio de pertenencia simbólica. Es aquí donde entra el mercado, y las inexorables leyes del consumo. Una búsqueda desesperada de sentido, que es también una huída de la realidad. Ni pensar pretendo, en alcanzar una posible realidad superior o trascendente.

Esta breve, pero sentida inmersión en el sentir japonés, me impulsa a terminar con un axioma que intento tener presente a lo largo de mi periplo vital. Al menos, lo intento, y por ello utilizo la máxima en cada oportunidad que se me brinda: No importa la victoria, sino la pureza de la acción…….

Cada día estoy más convencido de la carga simbólica de los grandes gestos. A lo augusto, por lo angosto. Generalmente las acciones ejemplarizantes, carecen de un lado inmediatamente practico, pero poseen una gran potencia simbólica. La sublevación de la “Liga del Viento Divino”,  es justamente por la consciente inutilidad práctica de la heroica acción llevada a cabo, un magnífico ejemplo de lo que intento irradiar.  En el año 1876, un grupo de samurái rebeldes de Kumamoto deciden asaltar un cuartel plenamente leal al gobierno del Emperador Meiji, que pretendía restringir las libertades de esta casta guerrera. Uno de los  samurái, al sugerir la adquisición de armas de fuego, con el fin de poder combatir al enemigo en igualdad de condiciones, se enfrenta inmediatamente con la oposición en bloque del resto del grupo. “¿Cómo pretendes que usemos las armas de los bárbaros? Debemos ir al combate con espadas y lanzas. Nada más. No importa la Victoria sino la pureza de la acción”. La mayoría cayó peleando, y los supervivientes se honraron con el seppuku.

Me quedo con la intima percepción de que en la Tierra del Sol Naciente, aún en nuestros días, queda muy patente la importancia de preservar honor y decoro, pues para el japonés “cada cosa tiene que estar en su sitio”, en una diaria búsqueda de esa pureza de la acción.

Luis Nantón Diaz
https://www.luisnanton.com/