Desde hace bastante tiempo evito escribir sobre política, al menos sobre la política de ahora, absolutamente convencido de que resulta una flagrante pérdida de tiempo. Ahora, este contenido tampoco va a resultar muy provechoso, pero no me resisto a consumir algo de tinta sobre la coincidencia del peor gobierno de la democracia, con la peor crisis desde la guerra civil.
A todos, esta situación nos sorprendió con el paso cambiado. Soy el primero que ni se me ocurrió atisbar las magnitudes, las proporciones del problema que sufrimos, pero creo que ya se ha terminado el tiempo para la consternación, y necesitamos ver las cosas con claridad, para intentar prepararnos para lo que tenemos por delante. La mayoría de las magnitudes escapan a nuestras limitadas capacidades como ciudadanos, pero al menos podemos intentar llamar a las cosas por su nombre, no compadecernos con mensajes de plástico y prepararnos para mover las fichas que nos dejen jugar.
No voy a invertir tiempo en recordarnos que la libertad, la seguridad y el bienestar son parabienes que siempre han costado enormes sacrificios, tanto obtenerlos, como mantenerlos. Un mínimo conocimiento de la historia del mundo, o de la historia de nuestra nación, nos transmite que lo normal es la crisis permanente. Todas las generaciones que nos han precedido, como mínimo, sufrieron directamente en sus carnes un conflicto bélico, una situación de posguerra, una crisis económica… Es ahora, con un breve “lapsus de modernidad”, cuando nos insisten en la anestesiante píldora del progreso lineal y constante… Pues no, no tocaba.
Ni la muerte, ni la enfermedad, ni el sufrimiento han dejado de existir. La vida se ha alargado, pero es finita, el sufrimiento se puede paliar pero no del todo y todas las enfermedades se curan… menos la última. La felicidad es un perpetuo presente sin pasado, pero con ficticias anticipaciones de un futuro que no llega. Pero es que la felicidad no existe, sino los instantes de dicha. Es difícil suponer que ser feliz sea lo mismo que ser confortable, pero nuestros burócratas continúan apostando por una población bien cebada, sedada y entretenida.
Por eso me llama la atención la parálisis de nuestra sociedad. Si, ¡he escrito parálisis! Me resulta inaudito, que, aunque creciente, no percibamos nítidamente un impresionante clamor frente a nuestra clase dirigente. Es evidente que todas las soluciones son difíciles y complejas, más aun, con la información de que disponemos. Nos hace falta talento, es indispensable estar coordinados por experimentados equipos de trabajo, con experiencia real en la gestión y el liderazgo, totalmente desvinculados de cuestiones ideológicas o partidistas.
Antes del COVID-19 las cosas no funcionaban. Vivíamos bien, o lo parecía, pero no se han optimizado los recursos. Nuestros gobernantes, y su mastodóntica y sobredimensionada maquinaria, nunca han sido ejemplo de buena gestión. Nos hemos acostumbrado a vivir de prestado, y gobierno central y autonomías mucho más. Hasta hace unos meses nos rasgábamos las vestiduras por la emergencia climática, por la ideología de género y por un rastrero revisionismo histórico que desea trastocar el pasado para pervertir el presente. Ahora estamos inmersos en un cataclismo sanitario que supera los 30.000 fallecidos y una economía, que, si no se remedia, está abocada a su quiebra de forma irremediable.
No estoy hablando de ideologías, o de política. Que nadie se enfade, pensando que por solidaridad es necesario evitar la crítica, que la única vía es apoyar sin limitaciones al gobierno y sus estructuras, para superar esta situación. Incluso estaría dispuesto a cantar eso de “resistiré”, pero hacen falta otras perspectivas, por disonantes y desagradables que sean, fomentando la reflexión. No se puede gestionar con cambiantes medidas cortoplacistas, y fanáticamente embargados por pretender contentar a todo el mundo. Hablo de capacidad de gestión, hablo de optimizar recursos, y esta gente está demostrando con la invariable fuerza de sus desastrosos resultados que son incapaces de dirigir.
Cuando todavía nuestro tejido empresarial, que fundamentalmente son PYMES y autónomos, no se había recuperado de los desbarajustes de la crisis del 2008, ahora, con magnitudes mucho más preocupantes, nos salen otra vez con sus casposas recetas de subsidio y redes clientelares. El sentido común nos dice que no hay mejor protección social que garantizar los empleos. Y para que haya contratos dignos debe existir un tejido productivo real, es decir: una economía que produzca cosas y servicios, que exista, que sea competitiva.
La izquierda, tan preocupada siempre por los pobres que parece que se multiplican cuando adquiere una porción de poder y a los que enarbolan como coartada para acreditar lo injustificable, ha decidido protegernos y para ello ha tenido la genial idea de despachar a las empresas con una batería de medidas financieras y laborables que no promueven la viabilidad de nuestra economia.
Debemos obedecer a las autoridades sanitarias por sensatez, prudencia y deber ético, pero esto tiene poco que ver con la película que el poder mediático y el gobierno de la ineficacia están emitiendo para adormecer nuestras conciencias. El ciudadano medio, a pesar de la ingente cantidad de información que recibe cada día (toda o casi toda sesgada, edulcorada y parcial), no acaba de percibir la magnitud de la tragedia que vivimos, tampoco sobre las consecuencias devastadoras que este Armagedón va a suponer para nuestra sociedad.
Nos plantean publicitariamente que estamos inmersos en una pasajera obra de ficción, y que, gracias a nuestra docilidad y supuesta solidaridad, disfrutaremos de la noche a la mañana, de un idílico paraíso. Se abrirán las ventanas y la calle estará llena de gente, música y flores. Mientras creamos en eso, la esperanza se mantendrá más o menos en su estrato de inocencia. El problema es que cada vez menos ciudadanos creen en semejante visión.
Sin duda va a costarnos años recuperar lo perdido, igual que ocurriese en la crisis de la década pasada, son pocos los que confían en recuperar su empleo tras el ERTE o el ERE, por no hablar de aquellas empresas que se saben heridas de muerte y ya cuentan como bajas en esta contienda. La normalidad no será tan automática e inmediata ni recuperar el poder adquisitivo, grandes dosis de ingenuidad hacen falta para creerse eso.
Humildemente entiendo que no es legítimo excusar este desgobierno, y no me refiero al estado de alarma, sino que a muy corto plazo vamos a necesitar a los mejores para intentar superar lo que se nos viene encima. Y no los veo.
Luis Nantón
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SIEMPRE APRENDIENDO
Ante todo gracias por tu visita.
Te presento un recopilatorio de los artículos que semanalmente se publican en el CANARIAS 7, y que con auténtica finalidad terapéutica, me permiten soltar algo de lastre y compartir. En cierta medida, de eso se trata al escribir, de un sano impulso por compartir.
La experiencia es fruto directo de las vivencias que has englobado en tu vida, y mientras más dinámico, proactivo y decidido sea tu carácter, mayor es el número de percances, fracasos, éxitos… Los que están siempre en un sofá, suelen equivocarse muy poco…
Y, posiblemente eso sea la experiencia, el superar, o al menos intentarlo, infinidad de inconvenientes y obstáculos, procurando aprender al máximo de cada una de esas vivencias, por eso escribo, y me repito lo de siempre aprendiendo, siempre.
Me encantan los libros, desvelar sus secretos, y sobre todo vivificarlos. Es un verdadero reto alquímico. En su día, la novela de William Goldman “La Princesa Prometida” me desveló una de las primeras señales que han guiado mi camino. La vida es tremendamente injusta, absolutamente tendente al caos, pero es una experiencia única y verdaderamente hermosa. En esa dicotomía puede encontrarse ese óctuple noble sendero que determina la frase de aquel viejo samurái: “No importa la victoria, sino la pureza de la acción”.
Como un moderno y modesto samurái me veo ahora, en este siglo XXI… siempre aprendiendo. Los hombres de empresa, los hombres que intentamos sacar adelante los proyectos de inversión, la creación de empleo, los crecimientos sostenibles, imprimimos cierto carácter guerrero a una cuestión que es mucho más que números. Si además, te obstinas en combinar el sentido común, con principios, voluntad de superación y responsabilidad, ya es un lujo.
Si también logramos inferir carácter, lealtad y sobre todo principios a la actividad económica, es que esa guerra merece la pena. Posiblemente sea un justo combate.
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